Mientras preparaba dos tazas de té en su cocina, se me acercó, rodeó mi cintura con sus brazos y empezó a besar cada centímetro de mi cuello.
Respiré hondo. Mis brazos y piernas comenzaron a temblar. Me quedé muy quieta, intentando no soltar la taza que tenía en la mano.
-No me obligues a romper las reglas -le pedí.
Su abrazo se intensificó. Deslizó su mano debajo de la camisa azul que llevaba aquél día y comenzó a acariciar mi abdomen.
Por un segundo casi pierdo la cabeza. Dejé la taza, me di vuelta, la tomé por la cintura con ambas manos y la obligué a retroceder los cinco pasos que la separaban de la pared.
Un error. Ahora algunos de mis dedos estaban en contacto con su piel cálida. Nunca antes me había sido tan difícil respetar las reglas.
-No importa -pensé-. Resistí.
Apenas quedaba una ventana de luz entre su rostro y el mío. Los labios casi tocándose. Casi abrazándose. Ella tenía que entender lo peligroso del asunto.
-No deberías acercarte a mí de esa manera, o podría arrepentirme de nuestro acuerdo y hacerte el amor ahora mismo.
No dijo nada. ¿Qué había para decir? Las dos ansiábamos olvidarnos de esas estúpidas reglas y compartir abiertamente lo que sentíamos la una por la otra.
Nos quedamos así algunos segundos, hasta que no pude soportarlo más. Apoyé mi frente sobre la suya, a modo de despedida, y corrí hacia la puerta. No estaba muy segura sobre si quería más escapar de la tentación, o caer en ella, pero en esta ocasión, la primera opción triunfó.