El mundo está lleno de gente indiferente. Gente egoísta, que piensa en sí misma y en su propio entretenimiento, y que cree que la vida y la dignidad de los demás no tiene ningún valor. Se creen estrellas y le dan a uno una milésima parte de su tiempo como si estuvieran regalando un tesoro. Hablan parados sobre una tarima y jamás muestran interés por nada que no sean sus propios logros y éxitos, cual si fuesen reyes. O políticos. No tienen derecho a tratar a los demás como un adorno del living, ni de mentir a las personas con sonrisas y falsas cortesías que tarde o temprano terminan dañando más de lo que amenizan. Y sin embargo ahí están, esa plaga de seres vacíos, sin contenido, que se elevan a sí mismos para no sentirse inferiores a los demás, a quienes les importa más no verse despeinados que el dolor ajeno. Ejecutan grandes hazañas: cuando uno les habla o les pregunta sobre algo que no les gusta, por la gran peripecia se dan la vuelta y le dan a uno la espalda. Como si uno no mereciera su atención, aún siendo lo más respetuosos posible. Qué lástima me dan aquellos que sólo saben conversar acerca de chismes baratos, que no saben apreciar una frase célebre largada al vuelo o que infravaloran el esfuerzo que uno hace por que ellos se sientan bien, que se dirigen a uno de la misma manera en que un adulto le habla a un niño que no entiende la vida. Pobre de ellos, que son quienes no entienden la vida, quienes no valoran las pequeñas alegrías de su existencia y quienes tarde o temprano se sienten como son: vacíos y sin contenido, personas sin principios ni límites y sin la madurez para apreciar lo que tienen. Cuando uno aprende la lección y deja de confortarlos, se ofenden. Pero que se ofendan y formen fila para tirarse del Brooklyn, que a mí ya no me va a importar cómo se sientan. Si les resbaló la voluntad que puse para animarlos, también les puede resbalar la poca energía que voy a tener que gastar en no verles ni la figura. Y luego otros tantos me preguntan por qué no me gusta la gente, por qué soy un bicho solitario y silencioso. Es evidente. Y más evidente es... Que nadie valora lo que tiene.